Héctor Hugo Trinchero.
Bajo el título Army Enlists Anthropology in War Zones, el New York Times acaba de publicar el 5 de octubre una nota del periodista David Rodhe. El artículo hace referencia a la contratación por parte del Ejército de los Estados Unidos de contingentes de Antropólogos para apoyar las acciones de combate en Afganistán y en Irak. El comandante de la 82 División de las Fuerzas Aéreas plantea a modo de justificación del emprendimiento que las operaciones de combate se han reducido en un 60% desde que los “científicos” arribaron a Afganistán. Tal es el propagandizado éxito de esta intervención que el mes pasado obtuvo de parte del gobierno de EEUU una expansión del Programa en la suma de $40.000.000 de dólares para asignar equipos de antropólogos a cada una de las 26 Brigadas de combate estadounidenses en Irak y Afganistán. Hay que seguir de cerca este proceso de utilización de la Antropología en tareas de contrainsurgencia para poder analizar que es lo que los comandantes norteamericanos evalúan como exitosa intervención. Desde ya algo parece quedar claro cuando, indagada por el periodismo, la comandancia norteamericana dice que el éxito radica en la eficiencia de los Antropólogos para mediar en los “conflictos tribales” por los territorios. ¿Cómo se explica que un ejército de ocupación plantee que el éxito de su intervención sea una supuesta resolución de conflictos interétnicos de los pueblos ocupados? El criterio que parece imperar es aquel que sostiene a la propia ocupación militar, que nadie ha solicitado, como aquella necesaria para superar los conflictos territoriales interétnicos. Una retórica justificadora de la guerra unilateral aunque atribuida a problemas del “otro”. La creación de estos equipos de antropólogos se remite al año 2003 frente al problema planteado por la comandancia en Irak de no poseer información suficiente de la población local. Así, los oficiales del Pentágono se contactaron con Montgomery Mc Fate, una antropóloga formada en Yale, quien ya tenía experiencia en la formación de grupos de científicos sociales para apoyar operaciones de estrategia militar.
Hay que recordar que la evaluación de este empleo “exitoso” de Antropólogos remite directamente, entre otras múltiples actuaciones, a las experiencias de intervención militar en Vietnam y más cercanamente (desde el punto de vista geográfico) en América Latina. En este último caso debemos recordar el conocido Plan Camelot iniciado en 1965 en Chile (también sin el consentimiento de este país). Este Plan consistió en una investigación de Científicos Sociales y Antropólogos mediante cuestionarios muy precisos, aplicados a los distintos sectores sociales, profesiones y oficios, en todos los rincones del país, para establecer de un modo “científico” el grado de desarrollo político y las tendencias sociales de los chilenos. Chile no fue elegido al azar, en aquella época el movimiento popular y sindical chileno era tal vez el más organizado del Cono Sur y, en tiempos de Guerra fría, se presentaba para EEUU como una amenaza para el orden y el repartimiento del mundo inaugurado en la segunda posguerra.
El título Antropología Mercenaria elegido para caracterizar este tipo de prácticas no es una elección del autor de esta nota, aunque la comparta, sino que surge de las críticas realizadas por científicos e investigadores de la propia academia norteamericana. En el artículo citado se sostiene que Hugh Gusterson, un antropólogo y professor en la Universidad George Mason junto a otros 10 antropólogos han llamado al boicot público a este tipo de convocatorias por parte de las fuerzas armadas, particularmente en Irak. En el mismo sentido Roberto J. González, profesor en el San José State University ha insistido recientemente en la Revista Anthropology Today sobre las consecuencias éticas del ejercicio de estas prácticas para la disciplina en particular y para los científicos en general, criticando el nuevo manual de contrainsurgencia de la Sra. Mc Fate.
La excusa pretendida hoy no es como en otros tiempos el fantasma del comunismo expandiéndose por el mundo sino, según se afirma, el terrorismo internacional y los Talibanes. Se trataría de convencer a los campesinos Afganos de colaborar con la Policía militar y no sumarse a las filas del Talibán. Pero si la intervención militar norteamericana ha sido tan efectiva y deseada por el pueblo afgano, entonces ¿Por qué es necesaria la intervención de científicos sociales para convencerlos? Y, además, ¿Serán tan eficaces los científicos reclutados por las fuerzas armadas norteamericanas como para encontrar Talibanes en tierras irakíes como en su momento encontraron armas nucleares?
Al pan, pan y al vino, vino. Los antropólogos conocemos hoy, gracias a numerosos estudios realizados, detalles asombrosos sobre la participación de científicos sociales reconocidos mundialmente en programas de contrainsurgencia, de inteligencia y en la regulación del conocimiento académico por parte del complejo militar-imperial norteamericano y, si alguna duda aún nos cabe, recomiendo leer el informado y documentado estudio de Laura Nader (Profesora de Antropología en la U.C. Berkeley), titulado Anthropological Inquiry into Boundaries, Power, and Knowledge (1996). En nuestro país fue publicado un artículo suyo sobre el tema: “El factor fantasma: el impacto de la guerra fría sobre la Antropología” (Revista Taller, vol. 2 Nº 4, 44-86; año 1997). Quienes ejercemos la docencia en la universidad algo podemos hacer y es, al menos, no hacernos los distraídos.
Buenos Aires, 8 de Octubre de 2007.